Sintió un contacto pegajoso en el cuello y se sobresaltó. Abrió la boca y ahogó el grito que ya escapaba. Instantes
después, algo serpenteaba por su espalda. Sus músculos maxilares y su garganta triunfaron en el intento de proseguir
silenciando el grito, no sin hacer acopio de fuerzas, en una contención sin
precedente. Se hallaba en una cena muy formal con su muy recatada familia política, y se obligaba a mantener
un protocolo.
El sudor le perlaba la frente y movía nervioso los pies, con la esperanza de hallar de inmediato el momento de salir a la calle y desprenderse de aquella masa informe, de ese enemigo o fenómeno enigmático y tal vez mortal. Sin embargo, respiró hondo y con disimulo echó la cabeza hacia atrás.
Pasados unos segundos que parecían horas, sus orejas volvieron a sentir por detrás la textura pegajosa y templada.
Cuando su cuerpo se giraba ya dejándose caer en un incipiente desmayo, sintió a través de sus ojos y sus oídos la relajación de todas sus neuronas. Fue al ver los deditos de su hijo pequeño, untados de mermelada, y escuchar su inconfundible risita.